Una gata

Y dado que andan tan mal aspectadas las cosas grandes, las que arrancan los suspiros (el amor, la patria, la amistad, la esperanza), concentraré mi atención en lo pequeño, una gata, en lo que la cosa cambia. Por supuesto, el aislamiento ha dejado cicatrices, no sólo en mí sino en muchos, pero tampoco es que anduviera buscando yo un felino con quien compartir el apartamiento, y menos en el Viejo San Juan, donde la convivencia con los gatos callejeros es un evento cotidiano.

No obstante, algo debió revelarle el peso de mis pasos, o quizá la urgencia de mis sombra, o a saber si el coro de mis articulaciones, porque un buen día, de debajo de un carro, me salió al paso un ser de varios grises con rayas negras, flaco y alargado, que pasó directo a enroscándoseme entre las piernas en un fluir de sobo en forma de ocho, con un maullido finísimo de gato casi recién nacido que parecía querer formar palabras. Gata resultó ser al bajarme para acariciarla y conocer sus reclamos, y tras unos sobos breves de mano, volvió a su refugio debajo del carro en la esquina de la cuadra por donde sabía que yo pasaba a diario. Aquel primero encuentro, ahora que lo pienso, fue su manera de indicarme su reconocimiento de mis pesares, y que estaría, como quien dice, ojo pelao, pendiente a mis pasos.

Y así fue precisamente. Al menos una vez al día, mayormente en las tardes, cuando ya el calor del día daba tregua y los gatos salen de sus refugios diurnos, iba a mi encuentro, derechita, mirándome intensamente con sus grandes ojos amarillos, queriéndome auscultar por dentro, escaneándome el espíritu para saber qué tal iba el alma. Los acercamientos se hicieron más intensos, incluyendo ahora lanzarse boca arriba a mis pies estirándose en actitud de exigir contacto, al cual yo respondía como por una orden, o alejarse cada vez más de la esquina aproximándose a la puerta de mi casa a mitad de cuadra. Por fin, un buen día en que conversaba con ciertas personas en la calle frente a mi casa, entró al zaguán del edificio y se sentó a esperarme. A todos nos sorprendió su actitud de mando, el porte de fastidio, de acaben ya que estoy esperando. Maulló sin hacer el sonido, dos veces, moviendo la cabeza con insistencia, haciendo evidente que venía a mi rescate, y era hoy, era ahora.

Subió las escaleras como si las hubiera subido la vida entera y entró al apartamento maullando, mandando y exigiendo, agua por aquí, comida por allá, litter más allá. Un milagro no me mandó a poner flores. Y yo, por supuesto, rescatado al fin, acatando órdenes, cumpliendo deseos. Al instante fui al colmado (mientras ella esperaba en el sofá tirada como una odalisca) y traje lo necesario. De plano me sorprendió la soltura y naturalidad con que de inmediato utilizó el litter, y, aunque lo achaqué al instinto natural del gato, secretamente me sospeché que otro vecino ya la hubiera entrenado. Quizás la muy zafia reinaba en dos tierras separadas, me dije, y yo acá creyéndome el único emperador de ella, su único rescatado, no siendo más que su príncipe nocturno.

Le puse Tigrilla por el espíritu feral y cazador que la posee. Antes siquiera de consumarse mi rescate, mientras me daba vueltas entre las piernas en la acera, frente a mis ojos, la vi pegar un saltó como lanzada por una catapulta y atrapar una paloma en pleno vuelo que colocó a mis pies como un trofeo. La segunda paloma-trofeo-regalo la depositó a mis pies también, pero debajo de mi escritorio, descuartizada, cabeza guindando, pecho reventado, unos días después. La eché en la basura, ante sus ojos incrédulos por no comprender mi ingratitud. En la mañana, mientras vaciaba la borra del último café en la basura, me percaté que la paloma ya no estaba en la bolsa, y dado que el lugar donde estaba hubiera implicado realizar maromas la verdad que temerarias para llegar a ella y extraer el cuerpo de la paloma, deduje que las inhalación de unas flores de cannabis que estuve degustando, me hicieron olvidar que la había llevado a la esquina junto con la otra basura que bajé durante la noche. Pero esa tarde, como sacado de una estampa medieval, salió Tigrilla de debajo de mi cama con la paloma descuartizada en la boca, restregándome en la cara su derecho a los despojos de la caza. Ya sabía yo que había un tufillo en el cuarto que no lograba atribuírselo a nada, pagando unos tenis que di por más cochambrosos de lo que en realidad estaban y que desterré para el cuartito de atrás. Mas no han sido esas dos palomas sus únicos trofeos. Lagartijos a diario, y lo que provocó nuestra primera discusión: cucarachas. Hasta ahí la trofeística.

Pero no sólo tiene Tigrilla una vida física muy activa, sino que tiene una vida imaginaria envidiable. Ella vive, como decir, en la vida teórica, o más bien en la vida quijotesca. Todo para ella tiene un significado mayor del que posee; todo contiene la posibilidad de una aventura, una emboscada, una captura. Una cintita que vibra al viento es la pata expuesta de un insecto feroz; la página de un libro que el viento agita, el ala de un pichón que entró por la ventana; una vibración de luz en el pasillo, el aleteo de una cucaracha voladora; el ruidito del techo de lona, un bando de palomas que aterrizó en el antepecho del balcón. Todo le causa asombro. Dondequiera que mira está pasando algo, y cuando la sostengo frente a mí, me mira por encima como si viera salir de la pared tras de mí al anamorfosis cónicas. Y ni hablemos de la mota de una plumita de la paloma que gira por el viento en la esquina, o de la punta felpuda de la alfombra turca, o de las tiras de cuero que cuelgan de la mochila, que son retos y aventuras infinitas que siempre se regeneran. Así que, cuando Tigrilla está en la fase activa, todo es emprender ataques y descubrir conspiraciones.

En la fase pasiva, aparte de los baños rituales de lengua, de los estirones y las poses de yoga, de los bostezos y el hedonismo general de los felinos, la especialidad de la casa, aprovechando lo irresistible de sus grandes ojos amarillo, son las miradas que requieren apretones y los maullidos que exigen caricias, el hedonismo de nuevo. Y, por supuesto, perseguirme por todas partes igual que un perro, como temiendo dejarme solo. Me sigue al baño y me espera fuera de la ducha. Se mete al cuarto de los orishas mientras les canto en las mañanas, paseándose entre sus jarras e íconos como si nada. Finalmente se trepa en mi escritorio, se me sienta al lado de la compu y poco le falta para supervisarme la escritura.

Esto ocurre las horas que pasa conmigo, que son casi todas las nocturnas, porque Tigrilla es irremediablemente callejera, y después de supervisarme un rato y hacerme un poco de patrullaje, se para frente a la puerta mirando fijamente el cerrojo y maúlla hasta que el cerrojo cede y la puerta se abre. Y así, casi siempre de madrugada, sale oronda a cazar sus presas y regresa al ocaso con ellas. Tal es el ciclo de su relación conmigo, y pienso que obviamente otro ciclo tiene durante el día que no he logrado descifrar por completo. Sin duda que algún príncipe diurno, rescatado igual que yo, la atiende. Ya me enteraré quién es. Porque de que llego al fondo de este asunto, llego. Por lo pronto, mientras las cosas grandes se alinean de nuevo, recibiré a Tigrilla en las tardes, la apretujaré y besaré sin pensar mucho en las manos tal vez malvadas o en los labios quizás babosos del príncipe diurno que estuvieron sobre ese mismo pelaje no hace tanto.

La saga continúa…